Si uno visita el centro de México, hay dos imponentes volcanes que seguramente atrapan la mirada: el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl. Desde tiempos prehispánicos, estas colosales montañas han generado todo tipo de historias y leyendas, como una que explica el origen de estas formaciones y de la peculiar forma que tienen.
A continuación, te compartimos una de las tantas versiones que existe de la famosa “leyenda de los volcanes”: se trata de una historia de un amor que fue frustrado por la envidia de los hombres, pero que halló la forma de imponerse al tiempo y de preservarse para toda la eternidad.
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Los nombres de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl significan, respectivamente, “cerro que humea” y “mujer blanca” o “mujer dormida”. Y es que, en efecto, desde hace siglos el primero tiene a cada tanto un poco de actividad y con frecuencia arroja fumarolas, mientras que el segundo aparente ser una joven con el pelo suelto que duerme una especie de sueño eterno.
O, al menos, así lo interpretaron nuestros antiguos antepasados indígenas. Una leyenda —al parecer, de origen mexica— cuenta que se trata de la representación de dos jóvenes tlaxcaltecas: la princesa Iztaccíhuatl, una joven de gran belleza heredera del reino, y el valeroso Popocatépetl, el más fuerte y arrojado de los guerreros de aquel reino. Ambos estaban profundamente enamorados.
Poco antes de librar una guerra contra sus acérrimos rivales, los mexicas, Popocatépetl solicitó al cacique —que era el padre de su amada— permiso para desposar a la bella Iztaccíhuatl. El gobernante accedió, con la condición de que jurara regresar vivo y a salvo de la batalla para casarse con su hija.
Así fue que el valiente guerrero partió a la guerra. Pero un rival, celoso del amor que Iztaccíhuatl sentía por él, engañó a la princesa diciéndole que Popocatépetl había muerto a manos del enemigo. Tan duro fue el golpe de la noticia que la joven fue presa del desconsuelo y terminó muriendo de tristeza. Al regresar victorioso, el guerrero tuvo que enfrentar la trágica noticia de la muerte de su amada.
Para inmortalizar el gran amor que ambos se tenían, Popocatépetl ordenó construir una gran tumba bajo el Sol, amontonando diez cerros para construir una montaña. Una vez que estuvo lista, subió cargando el cadáver de su amada y lo depositó en la cima. Y ahí, frente a ella, con una antorcha encendida en mano, se quedó para siempre el “cerro que humea” velando el sueño eterno de su amada. Con el paso de los días, la nieve y el tiempo cubrieron a ambos, convirtiéndolos en los majestuosos volcanes que conocemos hoy, cuyo amor perdurará hasta el fin de los tiempos…