El Monte Fuji, también conocido como Fujiyama —aunque esto es un error—, es un volcán activo situado en la isla de Honshu, en el lejano Japón, y con sus casi 3 mil 800 metros de altura es la montaña más alta de todo el país. Además de su hermosura y de su peculiar forma, en torno a él existe una serie de mitos y leyendas que provienen de distintas fuentes y épocas del folclor japonés.
Conozcamos, entonces, algunas de estas leyendas que hablan de dioses y de diosas, del origen de la montaña, de los tiempos cuando estaba en erupción, y de otros rasgos que convierten al Fuji en el monte más emblemático del Japón.
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Los Ainu son uno de los grupos originales del actual Japón, y en su mitología las montañas tienen un papel preponderante, pues su tierra es una cadena de islas volcánicas montañosas. En sus leyendas narran que la diosa Izanami parió a las cuatro grandes islas que forman el país: Hokkaido, Honshu, Kyushu y Shikoku—, De igual forma, adoran al “Señor de las Montañas”, Kimun Kamuy, un dios de este tipo de paisajes que a menudo toma la forma de un oso. Tan importantes son las montañas en su religión que éstas tienen a su propio dios, Oyamatsumi, y creen en dioses exclusivos para cada una de sus cumbres: por ejemplo, el Monte Miwa —también ubicado en Honshu— es la casa de Okuni-Nushi o el “Gran Maestro de la Tierra”.
Pero la cima más sagrada de todas y el símbolo de Japón es el Monte Fuji, que es el hogar de la diosa Sengen-Sama y también es conocida como Fuji-san —“vida eterna”— o Fuji-yama —“montaña eterna”. Es un volcán joven, pues se estima que su forma actual se originó hace 5 mil años; su última actividad tuvo lugar en el año 1707, cuando comenzó una erupción explosiva cuyas cenizas llegaron a Tokio. En el mes de julio de cada año, miles de fieles suben al Monte Fuji para recibir el amanecer y rendir homenaje a la diosa Sengen-Sama.
Dentro del sintoísmo, la religión nativa del Japón, el origen del monte se remonta a miles de años en el pasado, cuando un anciano halló una bebita en las laderas del Fuji y la nombró Kaguyahime, quien creció hasta convertirse en una bella mujer que terminó siendo esposa del emperador; pero, siete años después, ella le confesó a su cónyuge que era inmortal y que debía regresar al Cielo. Para consolarlo por su partida, le obsequió un espejo en el que él siempre podría verla, pero él intentó reunirse a toda costa con su amada, por lo que usó el espejo para seguirla hasta la cima del Monte Fuji, donde su paso fue truncado y no pudo ir más lejos. El amor frustrado del emperador prendió fuego al espejo y, desde entonces, emerge humo de lo más alto del monte sagrado.
Otra leyenda explica por qué el Fuji es la montaña más alta de Japón: se dice que éste y el Monte Haku, otra montaña sagrada de la isla de Honshu, se enfrascaron en una disputa para definir al más alto de los dos. Como cada uno reclamaba ese título para sí, se pidió la intervención como juez, del buda Amida, quien sabiamente conectó ambos picos con una caña, derramó agua y demostró que el Haku tenía razón, pues el agua caía sobre el Fuji; encolerizado, el Monte Fuji golpeó la cima del Monte Haku para fragmentarlo en ocho picos —mismos que conserva hasta hoy— y así convertirse ser el monte más alto del país.